La especie humana es parte de un proceso evolutivo. Nuestro cuerpo e inteligencia se han ido adaptando a los distintos medios según iba avanzando el tiempo. Y es precisamente la historia la que se encarga de recordarnos que nuestros comportamiento, nuestra percepción y, nuestras costumbres, en ocasiones, nada tienen que ver con los que poseemos en la actualidad.

A continuación describimos las cosas más extrañas que hacían nuestros antepasados. Algunas te sorprenderán y otras te pondrán los pelo de punta cuando descubras que hoy en día no estamos tan locos como pensabas; nuestros antepasados nos superan.

Bañarse era perjudicial para la salud

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Entre los beneficios de una ducha no sólo se encuentran los que se refieren a una medida de higiene básica, sino que tiene increíbles efectos positivos para la salud, tales como los de combatir la ansiedad o la depresión. No obstante, nuestros antepasados no pensaban que esto fuera cierto, sino todo lo contrario: en el Medievo estaban convencidos de que el agua era un mal para la salud.

No sólo era una cosa del populacho, la monarquía también pensaba así. Un claro ejemplo de ello es la reina Isabel la Católica. La leyenda cuenta que se sentía orgullosa de haberse bañado dos veces en su vida. También dicen que prometió no cambiarse de camisa hasta que se conquistase Granada. Si es una falacia o no, lo cierto es que sí desprendía un horrible olor que podía estar relacionado con la falta de higiene o porque era víctima de alguna enfermedad.

Heroína, un jarabe para la tos

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La heroína es un opiáceo que se ha usado, durante siglos, como una medida para aliviar el dolor. Tiene efectos analgésicos, hipnóticos, sedantes y euforizantes. Aunque actualmente es algo impensable – sobre todo, teniendo en cuenta la epidemia de heroinómanos que ha existido y existe – se llegó a usar como un jarabe para la tos. Si uno tenía un catarro podía acudir a la farmacia y adquirir heroína para calmar el carraspeo. Se recomendaba incluso a los menores.

Cuando se descubrió que esta sustancia producía no sólo dependencia, sino que un consumo prolongado podía provocar la muerte, se dejo de comercializar y se prohibió su uso. Sin embargo, en Alemania uno podía conseguirla hasta principios de los años 70.

¿Papel higiénico? No, piedras

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Evidentemente, durante toda la historia, al papel higiénico no se le ha dado el uso que hoy le damos. Los romanos tenían disponibles en sus baños públicos esponjas atadas a un palo, que mojaban en agua salada. Otras civilizaciones usaban hojas de lechuga, cáscaras de coco, mazorcas de maíz, lanas de oveja o telas. Pero quizás los que se llevan la palma en esto de limpiarse tras una deposición son los griegos.

En la Antigua Grecia, cuna de arte y la filosofía, utilizaban ¡piedras!. También tenían la opción de usar guijarra o platos rotos – que tampoco tranquiliza demasiado-. Si uno tenía que pasar un infierno al hacer uso de estos materiales, el paso previo sería el de sentir terror cada vez que tenía que ir al baño. Mejor no imaginarlo, ¿verdad?

Cosméticos para que luzcas radiante. Perdón, con radiación

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A lo largo de los años, hemos observado que los efectos de la radiación son extremadamente dañinos para los seres vivos. Según el grado de exposición, es cuestión de horas o semanas que se produzca la muerte; y si la persona no llegara a fallecer, su esperanza de vida se vería sensiblemente reducida. Pues bien, por algún extraño motivo, a comienzos del siglo pasado había quien consideraba que era un fenómeno positivo.

Así que, ¿por qué no usarlo en maquillajes o lociones de afeitado? Los charlatanes hicieron un gran negocio con la venta de estos productos. También comercializaron con alimentos que eran ricos en radio y toro. El agua que bebían las familias también contenía elementos con radiación. Se cobró la vida de mucha gente; entre ellos Eben Byers, un ricachón perteneciente a la socialite norteamericana. Byers era consumidor de una de estas bebidas con radiación que le provocaron diversos tipos de cáncer. Realmente espantoso.

Fumadores a bordo de un avión

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La prohibición de fumar en lugares públicos es relativamente nueva. Muchos recordamos cómo el humo del tabaco se escapaba a través de las ventanas de los autobuses o formaba una neblina en el interior de los aviones durante un vuelo. Se consideraba algo normal, e incluso estaba bien visto.

En el siglo XX, las campañas publicitarias eran muy agresivas. El tabaco se asociaba con valores sociales como la independencia o la sofisticación. De esa manera lograba “enganchar” a hombres y mujeres que se convirtieron en fumadores empedernidos, que encendían sus cigarrillos por doquier. Progresivamente, la sociedad ha ido adquiriendo conciencia de los efectos nocivos que tiene en la salud. Se han ganado muchas batallas contra el tabaquismo– como la de evitar que se fume en lugares cerrados y/o atestados de gente- pero aún queda mucho por hacer para erradicarlo.

 

Fotografías póstumas para el recuerdo

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Hoy en día le hacemos fotos a todo. Disponemos de dispositivos móviles que nos permiten fotografiarnos allá donde vamos y, dejar constancia en nuestras redes sociales de las experiencias que hemos vivido. Sin embargo, sería algo macabro si apareciésemos en esas imágenes con familiares que acaban de fallecer. Por raro que parezca, en el siglo XIX, era común que nuestros antepasados se hiciesen fotografías póstumas.

La finalidad de estas instantáneas era la de inmortalizar al ser querido que había muerto. Normalmente colocaban al cadáver en una posición natural. Les dibujaban los ojos sobre los párpados cerrados. Y luego los familiares se colocaban a su lado. El fotógrafo apretaba el botón y aquella imagen ya era parte del recuerdo de la vida (y de la muerte). En la imagen superior, la niña más pequeña había muerto.

Sangría para todos los males

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La sangría es la extracción de la sangre para el tratamiento de enfermedades. Hasta el siglo XIX este procedimiento era normal, a pesar de los riesgos que suponía. Hay varios tipos de realizar el método de la sangría, entre los que cabe destacar la incisión hecha en una vena o a través de sanguijuelas. Sí, sanguijuelas.

En la antigüedad las opciones terapéuticas eran limitadas. Si había un paciente enfermo con algún tipo de dolencia que resultara desconocida para el médico de turno se le practicaba una sangría. Echaba mano a su maletín y se le aplicaba una flebotomía – incisión en vena- o se colocaban sanguijuelas por todo el cuerpo. Estos bichitos parecían tener ciertos beneficios en la salud que luego se desecharon. Lo cierto es que la sangría producía más mal que bien; sus efectos curativos nunca se han confirmado realmente. Menos mal que la medicina ha avanzado.

El primer y segundo sueño

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Lo normal hoy en día es dormir entre 7 y 9 horas seguidas. Al menos, eso es lo que recomiendan los médicos. Pero, ¿ha sido eso siempre así? Un libro de reciente publicación revela que durante la Edad Media lo más común era dormir en dos períodos durante la noche.

Hasta la Edad Moderna la mayoría de la gente se iba a la cama al atardecer y solían despertar a medianoche. Era la primera fase del sueño. Aprovechaban ese tiempo para estudiar o practicar sexo. De hecho, el físico francés Laurent Joubert (1529-1581) aconsejaba que se mantuvieran relaciones sexuales en ese período porque eran más satisfactorias. La segunda fase comenzaba una hora más tarde y se prolongaba hasta el amanecer.

Oficios muy peculiares

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Durante la Revolución Industrial en Inglaterra había mucho por hacer. No había alarmas ni relojes despertadores que diesen los buenos días a los trabajadores. Así que inventaron la figura del Knocker-up, una persona que cumplía las mismas funciones de un despertador hoy en día. Usaban varas de bambú para golpear puertas y ventanas. No se marchaban hasta asegurarse de que sus clientes se habían levantado.

Y la de Knocker-up no era la única profesión extraña que existía. Debido a las enfermedades que traían consigo la ratas y, para evitar el contagio, nació el cazador de ratas. Su misión no era otra que la de recorrer las calles intentando atrapar a estos roedores e impedir que entraran en los hogares.

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Chapines

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El chapín es un calzado femenino que usaban las clases privilegiadas de la España del siglo XV. Autores del siglo de oro como Cervantes y Quevedo los mencionan en algunas de sus obras. Se trataba de una chancla con suela de corcho, cuyo forro estaba hecho de cordobán – cuero hecho a base de cabra o macho cabrío-. Lo más curioso de este tipo de zapatos era la altura de su plataforma: llegaba a medir nada más y nada menos que ¡50 centímetros!

Los chapines se ataban con alguna clase de cordón quedando sujetas al empeine del pie. Pero parecía difícil caminar con ellos, por lo que no resultaría extraño pedir ayuda al los empleados del servicio en la casa para no sufrir una fuerte caída desde aquella altura. Los chapines eran una prenda exagerada que resaltaba la figura de la mujer, sí, pero también evitaba que se ensuciasen aquellos vestidos extravagantes y voluminosos. Afortunadamente, la moda ha evolucionado y no tenemos que sufrir demasiado para lucir estupendos.

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