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La figura de Gustav Klimt brilla en las tonalidades doradas de sus obras. Aquel tímido pintor que decía “soy alguien que pinta todos los días de la mañana a la noche (…) alguien quiere descubrir algo en mí, puede contemplar atentamente mis pinturas y tratar de descubrir a través de ellas lo que soy y lo que quiero”, fue el autor del retrato de Adele Bloch-Bauer, la pintura más cara de la historia, que se vendió por 135 millones de dólares.

Gran parte de la obra de Klimt se perdió durante la Segunda Guerra Mundial, tanto por la expropiación nazi, como por la explosión del castillo donde muchas de ellas estaban guardadas.

Gustav Klimt nació en Viena en 1862 en el seno de una familia muy humilde. Estudió en la Escuela de Artes y Oficios de Viena. De su padre heredó el oficio, ya que él había sido grabador; y junto a su hermano Ernest fundó una compañía de artistas.

Klimt trascendió en el mundo del arte por el halo de esplendor que emanaban sus cuadros, quién no recuerda la evanescencia de “La Judith” o el fulgor de “El beso”, por nombrar algunas.

Formó parte de la corriente estética de la Secesión de Viena, vertiente del art nouveau y se caracterizó por la democratización del arte en cada estamento de la vida: pintura, aquietectura, mobiliario, objetos y ornamentación. Los temas de sus obras reflejan una inquietud por el sexo opuesto: los desnudos son recurrentes y la simbología femenina está impresa en todos sus estadíos. Cuentan sus biógrafos que el interés de Klimt por la simbología podría tener sus raíces en la obra del pintor belga Fernand Khnopff.

Como artista del art nouveau también realizó numerosos murales, objetos de decoración y bocetos. Quizás su trabajo más importante en el arte decorativo sean las pinturas del techo del Aula Magna de la Universidad de Viena.

Murío de un derrame cerebral en 1918.