A veces es muy difícil intentar distinguir lo que es arte de lo que no. Sobre todo cuando estamos hablando de lo que llaman arte moderno o contemporáneo. Duchamp es uno de esos inclasificables, porque para lo que algunos es arte, para otros solo es un montón de basura amontonada. Sí, como ocurre en ese capítulo de los Simpson donde Homer intenta montar una barbacoa.

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Duchamp fue un artista que abogaba por la creación artística sin necesidad de formación, lo que dio lugar a muchos artistas diferentes, y al inicio de lo que sería la duda permanente que se susurra en los museos: «¿y eso es arte?». Duchamp fue conocido por su grupo dadaísta de Nueva York, que compartían esa idea de arte. 

En concreto, el dadaísmo se rebelaba en contra de las ideas convencionales de creación artística: para crear no hay que saber, sino simplemente crear. Y eso era aplicable, no solo a la pintura, sino también a la poesía, la literatura o la música. Algunas de las obras de Duchamp se convirtieron en icono del dadaísmo, como puede ser el urinario que Duchamp colocó en un pedestal y tituló «La fuente».

Por tanto, el dadaísmo fue considerado un «antiarte», un arte que se dedica a recoger lo que no es el arte, o el arte convencional, llegando a límites insospechados, pues se hacían incluso sesiones dadá donde la locura regía allá donde llegara el sonido: llantos, risas, silbidos, recitales de poemas, interrupciones, gente gritando y susurrando, tocando instrumentas y generando una locura colectiva a aquel que acudía y se seguía preguntando si aquello era arte.

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Otras obras famosas de Duchamp fueron «Rueda de bicicleta», que en esencia es lo que dice el título, o «el botellero». También tenía un alter ego, Rrose Sélavy, cuyo apellido es un calambur de «C’est la vie». Un hombre, cuanto menos, curioso.